Nota periodística con enfoque de investigación:
La historia del narcotráfico en México no comenzó con los cárteles modernos ni con las guerras entre bandas criminales. Su raíz está en el abandono institucional, la falta de estrategia sanitaria y el uso político de la persecución antidrogas. Y todo comenzó con una flor: la amapola.
Desde finales del siglo XIX, la introducción del opio en México no fue un accidente, sino el resultado de intereses económicos globales, migración internacional y omisiones estatales que nunca previeron el impacto social y criminal que desatarían. A lo largo de más de un siglo, la indiferencia —y en ocasiones, complicidad— de distintos gobiernos mexicanos permitió que se consolidara una de las redes de tráfico de drogas más longevas y violentas del continente.
Un inicio silencioso: opio, guerra y migración
De acuerdo con documentos del archivo digital del Senado, el consumo y cultivo de opio en México comenzó como una respuesta a la alta demanda de morfina en Estados Unidos tras la Guerra de Secesión. Soldados heridos regresaban con adicción a los opiáceos, y el mercado necesitaba abastecimiento urgente. Al mismo tiempo, la inmigración china en México introdujo el hábito de fumar opio, marcando el inicio de una nueva cultura de consumo.
El gobierno mexicano de la época carecía de políticas sanitarias claras y se limitó a observar cómo la demanda extranjera convertía al país en terreno fértil para la producción. La región que hoy conocemos como el Triángulo Dorado —entre Durango, Sinaloa y Chihuahua— emergió como centro clandestino de cultivo y procesamiento de amapola.
El opio como negocio de Estado… hasta que estorba
Durante gran parte del siglo XX, México fue uno de los principales proveedores de opiáceos para el mercado estadounidense, llegando a cubrir hasta el 90% de la demanda de heroína en periodos de escasez internacional. Sin embargo, los gobiernos mexicanos no intervinieron para controlar ni regular adecuadamente esta industria naciente, que se expandía entre valles, montañas y redes de complicidad local.
En 1917, la Constitución incorporó medidas de salud pública para restringir la venta de sustancias peligrosas, pero sin ningún enfoque penal real ni infraestructura de atención a adicciones. Fue hasta la década de 1920 que comenzó la prohibición formal. Las motivaciones no fueron sanitarias, sino políticas y mediáticas: la comunidad china fue blanco de estigmatización y persecución, como lo evidencia la presión del periódico Excélsior, que exigía acciones en nombre de la “moral pública”.
Presiones extranjeras y el fracaso de las políticas públicas
A pesar de la ilegalidad, la respuesta institucional fue ambigua. Los consumidores fueron tratados como enfermos, no criminales, pero la atención médica fue insuficiente y, con frecuencia, inexistente. En 1940, bajo el gobierno de Lázaro Cárdenas, el doctor Leopoldo Salazar Viniegra propuso una política pionera de reducción de daños: vender opiáceos a bajo costo a personas adictas para desmantelar el mercado negro.
Aunque esta estrategia tuvo resultados prometedores, fue cancelada a los seis meses por presiones del gobierno de Estados Unidos, preocupado por su propio problema de adicción y su dependencia del opio mexicano. Una vez más, México subordinó su política interna a los intereses de su vecino del norte.
Segunda Guerra Mundial: el opio se convierte en geopolítica
Durante la Segunda Guerra Mundial, el colapso de las cadenas de suministro de opiáceos en Europa disparó la producción mexicana. Con soldados estadounidenses adictos regresando del frente y con poca regulación efectiva, el narcotráfico encontró una oportunidad histórica. El Triángulo Dorado creció, tanto en hectáreas cultivadas como en influencia criminal.
Los sembradíos se trasladaron a zonas montañosas de difícil acceso para evitar su detección por parte del ejército y la policía. La Sierra Madre Occidental se convirtió en un santuario natural para el narcotráfico, protegido por la geografía, la pobreza estructural y la inoperancia institucional.
El precio del abandono: una estructura que persiste hasta hoy
A finales de los años 40, el mapa de la producción de opio en México ya estaba definido, abarcando municipios estratégicos como Badiraguato, Tamazula, Tepehuanes, Mocorito o Culiacán. Esa red de cultivo y tráfico fue la semilla de los cárteles modernos.
Hoy, más de 100 años después, México continúa pagando el precio del abandono. Las comunidades productoras no han recibido inversiones sustanciales en salud, educación o desarrollo económico. El Estado ha priorizado la militarización sobre la prevención, y el discurso de la “guerra contra el narco” ha eclipsado la responsabilidad histórica de un gobierno que nunca estuvo donde más se le necesitaba.
Conclusión: de opio a crimen organizado
La llegada del opio a México no solo fue el inicio del narcotráfico; fue el retrato de un Estado ausente, una política pública moldeada por intereses extranjeros, y una sociedad estigmatizada en vez de atendida. La amapola floreció donde faltaron instituciones, y el narcotráfico germinó en el vacío de la justicia social.
Hoy, más que nunca, mirar al pasado con rigor periodístico es clave para entender por qué el crimen organizado no nació en la violencia, sino en la omisión.
La Gaceta Yucatán—Redacción.